Notas de Opinión
Una posible explicación
En una columna política para La Nación el brillante analista Joaquín Morales Solá sostiene que es difícil entender la fascinación kirchnerista por Putin

Columna publicada originalmente en The Post Argentina
Las naciones, como los hombres,
muestran casi siempre desde su
primera edad, los principales
rasgos de su destino.
Alexis de Tocqueville
En una columna política para La Nación el brillante analista Joaquín Morales Solá sostiene que es difícil entender la fascinación kirchnerista por Putin.
Y es verdad que frente a los hechos y decisiones de naturaleza autoritaria (y hasta totalitaria) del ex jefe de la KGB soviética cuesta entender cómo quien se dice encarnar la mismísima representación de los derechos humanos sobre la Tierra adhiera casi sin pensar a lo que el mandamás de Moscú se le ocurre, deshaciéndose en elogios, chupadas de medias ostensiblemente desmedidas y respaldos ampulosos.
Pero esa dificultad -la de comprender ese aparente sinsentido- queda aclarada rápidamente cuando se analizan los motores más íntimos que mueven al kirchnerismo y -digamos todo- lamentablemente a gran parte de la sociedad argentina (de lo cual, dicho sea de paso, se deduce y explica la increíble longevidad de un movimiento que ha destruido el país)
Esos misterios no tendrían solución ni explicación, repito, si buscáramos las respuestas dentro de la lógica humana normal.
Hace poco en una conferencia mundial, un notable analista chileno, tampoco podía entender cómo quién es documentadamente la ladrona más notoria de la historia política mundial –Cristina Fernández de Kirchner- había sido electa tres veces para ocupar las más altas magistraturas del país, la última cuando el enorme robo ya era evidente ante la Justicia.
Pero todo, lo que Joaquín llama “la fascinación kirchnerista por Putin” y el hecho de que una parte electoralmente decisiva de la Argentina siga votando a Cristina Fernández, se explica cuando entramos en el insondable reino de la psicología, o de la sociología, cuando hablamos de las reacciones colectivas de la sociedad.
Aunque todo tiene que ver con todo (y más en este terreno inasible de la psiquis en donde las reacciones de la conducta encuentran su justificativo en raíces muy profundas del pasado y en hechos aparentemente desconectados) empecemos por el tema kirchnerismo-Putin.
La Sra. Fernández (su marido también lo era, pero ella por motivos personales es mucho peor) es un ser rodeado de complejos. Su origen familiar poco claro -incrustado con fórceps en una sociedad platense que era más pudiente que ella, codeándose con una clase que sólo la aceptaba por la relación que tenía con un rugbier de aquel momento y por esos motivos que, entre los jóvenes, suelen jugar como lazos inexplicables- le generaron huellas psíquicas contra un modelo de vida y de mundo: Cristina Fernández se resintió desde muy joven contra el éxito material (el mismo del cual EEUU es su símbolo más perfecto) o, mejor dicho, lo persiguió con desesperación solo para demostrarle a los que ella consideraba pertenecían a una clase que la rechazaba, que ella también podía ser exitosa por otras vías.
Este cuadro le formó un serio complejo de inferioridad contestatario. Vivió comparándose y anhelando enrostrarle a los que la discriminaban por lo que ella veía como su superioridad. En términos actuales, diríamos que aquel bullying está siendo respondido hoy. El poder, conseguido a través de la política, le sirvió para eso.
Alcanzadas las más altas alturas del gobierno, no puedo (no puede) evitar medir todo con aquella misma vara juvenil del complejo de inferioridad. En esa posición encontró (y quizás su ascenso político también se explique por eso) una notable coincidencia entre sus complejos personales de joven y los que el país (o de una parte importante de la sociedad) tenía como conjunto colectivo.
La Argentina es un país, lamentablemente, con un enorme complejo de inferioridad. Se constituyó para ser una estrella mundial. Tuvo unas ocho décadas de gloria que comenzaban a justificar sus pretensiones entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Era el país de la afluencia, el del “rico como un argentino”, el lugar adonde los brazos del mundo venían.
Desde esa atalaya se creyó con espaldas para ser la competencia mundial de los Estados Unidos: la Argentina era los Estados Unidos del Sur, como se la describía en la Exposición Internacional de París de 1889.
El estallido de la Primera Guerra Mundial cambió todo eso. Errores de lectura, y la indudable postura de la Argentina de estar “subida arriba de un pony”, hicieron que el país leyera mal todo el cuadro que tenía delante. Creyó que era la ocasión para diferenciarse de los Estados Unidos y mostrarse internacionalmente como un oponente con posturas diferentes. Error.
El mundo no tardó en empezar a cobrarse esa impostura. Todo empeoró con la Segunda Guerra Mundial. El complejo de inferioridad argentino frente a los EEUU había crecido en un grupo numeroso de oficiales del Ejército que creyeron ver la rendija por la cual buscar el ascenso al poder con un mensaje contestatario de todo aquello que simbolizaba la superioridad norteamericana.
Ese golpe llevó al gobierno al peronismo que construyó gran parte de ese poder sobre la base de profundizar un odioso antagonismo con los EEUU, la versión exterior de la misma guerra que, a partir de allí, plantearía internamente frente el clásico modelo de vida occidental.
La decadencia del país fue directamente proporcional al crecimiento del complejo de inferioridad.
Cristina Fernández de Kirchner es un típico producto cultural de ese enfrentamiento. Lo lleva en la sangre. El paralelo ascenso geométrico, en poder, en calidad de vida, en bienestar, en poderío militar, en influencia internacional, en fin en todo, de los Estados Unidos, no hizo más que profundizar aquella fobia odiosa tanto de una parte de la sociedad argentina, como de Cristina Fernández.
Cuando llegaron al poder los Kirchner vieron que podían explotar aquello en su favor. Néstor lo hizo de una manera mercantilísticamente descarada: vio que ese bondi lo llevaba a la riqueza y al poder (“la izquierda te da fueros”) y lo tomó. Cuando su esposa lo sucedió le agregó su impronta de odio visceral, personal, el mismo que arrastraba contra los “pudientes” de La Plata. En otras palabras, si Néstor hubiera olfateado que el camino a mantenerse en el poder para robar venía en otro bondi, lo habría tomado. No estoy seguro acerca de Cristina. Ella odia el éxito ajeno, como odiaba a los que se lo enrostraban en sus juntadas de las noches platenses.
A nivel internacional, hoy, dirigiendo el gobierno como no hay dudas que lo dirige, trasladó ese complejo odioso a las posturas que le hace tomar a la Argentina. EEUU, la encarnación misma de todo aquello contra lo que está acomplejada, tiene algunos contrincantes mundiales. Todos resabios de una Guerra Fría que Francis Fukuyama creyó acabada en los ’90, pero que evidentemente no terminó. Por lo tanto los endosos que el gobierno dirigido por Cristina Kirchner hará serán aquellos que tengan la potencialidad de irritar a los EEUU: ponerse del lado de sus contrincantes, Rusia, China, Cuba, Venezuela, Nicaragua…
En esos secretos pliegues del inconsciente deben hallarse las respuestas a lo que Morales Solá llama “la fascinación del kirchnerismo por Putin”. El nuevo Zar ruso, así como el totalitario XI Jinping, son las figuras actuales a las que puede plegarse para seguir manifestando sus fobias juveniles.
Algunos encontrarán esta explicación demasiado simple. Pero recuerden, como también decía Tocqueville, “el hombre entero, por así decirlo, se haya envuelto en los pañales de su infancia”.

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