Notas de Opinión
El enemigo interno

Un andén del subte, de alguna estación de la línea D a las nueve y media de la mañana de un día de semana. Un pibe, de unos veintipico sube al anteúltimo vagón y se le acerca un cincuentón. Allí se dio una situación concreta de intolerancia que disparó a esta nota.
– Disculpame, ¿por qué no pagaste el subte? Yo te vi, te vi. ¡¿Por qué no pagaste el subte?! Vení, sí, vení.
El subte queda detenido, con las puertas abiertas. Todo queda suspendido unos pocos segundos, como si se tratase de un paréntesis debajo de la tierra expresado en un motorman distraído que escapa de su cubículo penumbroso observando hacia afuera.
El cincuentón, vestido con un pantalón de gabardina camel, una camisa celeste y mocasines marrones se empieza a alterar. La pregunta era siempre la misma: ¡¿Por qué no pagaste el subte?! Me di cuenta rápidamente que, como en la poesía, esa pregunta era una tautología: no importaba la respuesta. La pregunta seguía siendo la misma, pero el tono subía.
– Te entiendo. Ya sé que está mal lo que hice, no digo que esté bien. Pago la multa… El problema es que estoy llegando justo al laburo. Hay una sola ventanilla para cargar la sube y hay una cola de unas diez personas. Las máquinas para cargar no funcionan. Ninguna. Voy a llegar tarde al trabajo.
-¿Documentos por favor? ¡Sí, mostráme el documento!
El pibe se lo muestra. Está notablemente nervioso. El cincuentón mira el DNI por arriba, lee, mira nuevamente al pibe. Se le acerca, baja el tono.
-Yo no soy vigilante. Pero pagá el subte, hijo de puta.
-Sé que lo que hice está mal, pero voy a llegar tarde al trabajo.
Vuelve a subir el tono.
-¡Pagá el subte hijo de puta! ¡Chorro, hijo de puta!
Suena la alarma del subte. El pibe se apura y sube. El hombre, desde afuera, empieza a gritar aún más fuerte
-¡CHORRO, HIJO DE PUTA! ¡HIJO DE MIL PUTA, PAGÁ EL SUBTE! ¡PAGÁ EL SUBTE, HIJO DE PUTA! ¡SALÍ, SÍ, SALÍ HIJO DE MIL PUTA!
El subte arrancó, el pibe quedó adentro y el hombre afuera insultando al aire, lamentando no haberle roto la cara a ese chorro hijo de puta que no pagó su boleto. Maldiciendo y buscando complicidad en el rostro de los otros usuarios. Mientras tanto, yo pensaba en los discursos que atravesaban a ese hombre: los de la moral clásica liberal o los que naturalizaban haberse hecho pasar por policía y pedirle documentos a un desconocido, un chorro hijo de puta al que se quedó deseoso de romperle la cara.
Ezequiel Adamovsky es doctor en Historia por el University College London, investigador independiente del Conicet y profesor de las universidades Nacional de San Martin y de Buenos Aires. Hace unos meses escribió un artículo titulado “¿Qué hacer con el microfascismo?”, donde analiza la violencia y la intolerancia contra ciertos grupos sociales en la sociedad argentina. En diálogo con Nexofin, el historiador explicó qué hay detrás de este tipo de violencias difusas, cuál es su relación con la política y qué papel juegan los medios de comunicación.
Retomás el concepto de microfascismo del filósofo Gilles Deleuze. ¿Qué recuperas de su postura y por qué considerás importante utilizar este término para analizar la sociedad hoy?
El microfascismo como concepto me pareció un término útil para describir un tipo de reacciones de violencia hacia el otro que son difusas, que están distribuidas socialmente sin que eso tenga que ver con un movimiento político, un liderazgo particular que lo esté organizando. Por supuesto que hay ideas políticas detrás de la gente que reacciona de esta manera, pero es un fenómeno más bien cultural, social, antes que movilizado políticamente como era el fascismo en su momento. Eso es lo que me pareció importante del término para describir el momento actual.
¿Cuál es el denominador común detrás de estas prácticas microfascistas?
Hay cuestiones conocidas: el prejuicio de clase hacia los más pobres, descritos como vagos, ‘planeros’, asociado al antiperonismo más primario; una ansiedad étnica por marcar que los no blancos son ciudadanos de segunda o directamente no son argentinos, como se decía de los mapuches; y también hay una ansiedad más general por asegurar un orden a como dé lugar. Esto está asociado a algo que es epocal, no es coyuntural de este momento ni pasa solo en Argentina, que es al agotamiento del horizonte de la pedagogía ética liberal que animó nuestras culturas hasta ahora.
El ideal de progreso…
Eso se agotó hace tiempo. La pedagogía ética liberal a la que me refiero es la que se sintetiza en esa frase de ‘tu libertad termina donde empieza la de los demás’. Es una especie de metáfora espacial, como si uno tuviese un círculo alrededor de libertad que lo protege y que nadie debe tocar. Mientras esos círculos no se toquen, mientras nadie intervenga en la libertad del otro, está todo bien. Pero el mundo no funciona así, las sociedades no están compuestas por individuos metidos en su círculo de protección sin interferir en los círculos de los otros. Todo el tiempo estamos interfiriendo en nuestras libertades y nuestros derechos. La sociedad, en todo caso, es la negociación acerca de cómo hacer para vivir juntos interfiriéndonos mutuamente todo el tiempo. Lo que se puede ver en los microfascismos es la intolerancia y la impaciencia ante la comprobación de que no hay una libertad individual asegurada en un círculo que nadie puede tocar. No hay manera de asegurar la libertad de todos sin poner en discusión los supuestos lugares de autonomía de cada uno. La reacción contra eso es de mucha ansiedad y el deseo de que aparezca alguien que venga a poner orden.
En Argentina venimos de un gobierno como el kirchnerista, que planteó un discurso asociado a los derechos de los grupos más vulnerables, asociados al reclamo y a la movilización popular. En la medida en que el horizonte kirchnerista fue convincente, que la mayoría de la población creía que por esa vía iba a haber una mejora, los desórdenes inevitables que produce la movilización popular eran tolerables. Pero cuando el kirchnerismo perdió credibilidad, eso se volvió intolerable. Ahí es cuando mucha gente planteó esto de “basta de cartelitos, de reclamos y movilización callejera, es el momento de agarrar la pala y obedecer”.
¿Puede decirse, entonces, que estos microfascismos están latentes y emergen en determinados momentos sociopolíticos concretos?
Para ponerlo en término de pasiones, como pasión negativa está siempre presente. No siempre eso aflora como microfascismo y puede ser de distintas intensidades. El caso de Brasil es mucho más intenso que el que tenemos acá, por ejemplo.
Hablando de Brasil: ¿por qué alguien como Bolsonaro, una figura de corte abiertamente autoritario, homofóbico, machista, llega a ser electo en el país más importante de la región?
Debería conocer más la situación de Brasil para contestártelo pero en términos puramente impresionistas, me parece que hay un fenómeno comparable y es que venía de una experiencia como el gobierno del PT, muy asociada al discurso de expansión de derechos, que también en el gobierno de Lula perdió credibilidad por distintos motivos: la corrupción pero también el desempeño económico, que fue pésimo. Se puede comparar con el caso argentino en este sentido, pero creo que la sociedad brasileña es enormemente más “desorganizada” que la argentina, con un nivel de violencia social que es mucho más intenso y por eso, la demanda de orden es mucho más fuerte. Esa demanda de que aparezca alguien que restaure el orden es lo que está detrás de las reacciones microfascistas.
Detrás de esa exigencia de orden está la demarcación de lo indeseable. ¿Cómo es la lógica de construcción del Enemigo interno? ¿Quiénes son los indeseables en Argentina?
En principio, potencialmente cualquiera que no se coloque en el lugar que se debe colocar. El pobre siendo pobre en silencio o yendo a trabajar. O si no tiene trabajo, aguantándosela en silencio; el que es étnicamente diverso manteniéndose en los márgenes; las mujeres quietas y sin vociferar en las calles, etcétera. Potencialmente, cualquiera, pero hay en este momento una construcción mediática de la figura del Enemigo interno que es muy intensa. La intensidad del bombardeo de imágenes, sonidos, noticias falsas que intentan demonizar a distintos grupos sociales, es realmente pasmosa. No hemos visto en el pasado nada parecido al nivel que hay hoy de demonización a distintos grupos sociales. Eso está alimentado además por fuerzas políticas como el PRO.
¿En qué sentido puede pensarse la relación entre la política y los microfascismos?
Una fuerza política puede capitalizar el odio, eso es lo que pasó con Bolsonaro. Pero lo importante para entender el microfascismo es entender que esas conductas no están digitadas ni organizadas desde arriba. No es un escuadrón de partidarios los que están ejerciendo esa violencia sino que es espontáneo como se da, y es lo que lo hace más complicado. Los individuos detrás del odio y la intolerancia del microfascismo no son sujetos atomizados. Se conectan, se contactan, es un tipo de subjetividad que está apoyada en la idea del individuo monádico, autónomo, que planteó la filosofía liberal. Pero la explicación no es la idea que se aplicaba sobre el totalitarismo: no se trata de un individuo solo, atomizado, aterrorizado, que con su pasividad permite el surgimiento de un régimen totalitario. Acá no hay pasividad ni soledad, son individuos muy activos y muy vinculados
¿Las redes sociales, Twitter por ejemplo, alientan a los microfascismos?
Hay un fenómeno que es bien conocido para la gente que trabaja redes, que es que funcionan bastante tribalmente, agrupando y habilitando comunicación entre gente que más bien piensa parecido. Se realimentan climas y eso hace que se favorezca el odio. También hay un aspecto técnico: las interacciones más intensas en las redes son las del odio, por eso se prioriza ese tipo de comunicación. Hay un componente de cambio técnico en el tipo de comunicación que favorece a este tipo de cultura, que por supuesto no es nueva, pero cada cambio técnico agrega desafíos distintos para cada momento.
¿Cuál es la salida para estos microfascismos?
Es la política a través de proyectos colectivos que inviten a un futuro mejor. En la medida en que eso no exista, va a predominar aquella política que se apoya en el miedo al otro.

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